Si bien la denominación parecería relacionarlo únicamente con la ciudad de Micenas, el arte llamado micénico se desarrolló en todo el Peloponeso y en otros lugares de Grecia. Es producto de los pueblos que protagonizan los poemas homéricos, empeñados en la larga y agotadora guerra contra las tribus asiáticas. Precisamente por estas características, los mayores testimonios artísticos de este período están relacionados con las construcciones, con frecuencia fortificadas, o con los ajuares funerarios con que se sepultaba a los grandes dignatarios de los diferentes reinos. El más famoso de éstos es el llamado Tesoro de Atreo, que sobresale por la riqueza de las piezas que lo componen.
Casas y residencias palaciegas se construían con ladrillos crudos y tabiques de madera; con el aspecto de las mismas se quería comunicar una sensación de majestuosidad y de invulnerabilidad. Son de este período y responden a este lenguaje las partes más antiguas de las acrópolis de Atenas, Argos y Tebas.
Los testimonios de las artes plásticas son escasos y de muy modesta factura artística: las estelas de Micenas, procedentes de los grandes círculos funerarios, están adornadas con figuras en relieve chato, realizado trazando el contorno de las figuras y rebajando el fondo. El arte micénico es el producto de una sociedad guerrera y así lo dicen también las pinturas ornamentales, rígidas hasta en la representación de temas zoomórficos, razón por la cual el estilo pictórico que con ellas se asocia se llama esquemático. Los testimonios más ricos de este lenguaje artístico nos llegan sobre todo de las máscaras funerarias de los reyes, totalmente doradas; de los jarros de oro, de los anillos grabados, de los sellos de piedra, de las espadas y cuchillos de bronce y de las diferentes clases de adornos; en todos ellos puede verse la variedad de disciplinas artísticas que convivían en la civilización micénica.